La migración venezolana no se detiene: más caminantes, menos refugios y una ayuda internacional en retirada


La ruta de los caminantes venezolanos sigue activa. En los primeros meses de este año, el flujo migratorio en la frontera colombo-venezolana ha aumentado en un 41 % respecto al mismo periodo de 2024, lo que revela una crisis que lejos de ceder, se recrudece.

A lo largo del trayecto entre Cúcuta y Bucaramanga, donde hace pocos años funcionaban 20 refugios para migrantes, hoy apenas sobreviven tres. Lugares que ofrecían guía, comida, cobijo y alivio a cientos de personas diariamente, han cerrado sus puertas por falta de recursos. El resultado: más migrantes caminando sin apoyo, con los pies ampollados y el ánimo desgastado.

Un estudio divulgado el 27 de mayo advierte que cerca del 5 % de la población venezolana —alrededor de un millón de personas— ya ha decidido migrar en los próximos seis meses. Una cifra alarmante que augura más presión sobre Colombia, principal país receptor de esta población, y sobre un sistema humanitario en franco deterioro.

Caminos y destinos

La travesía de muchos venezolanos empieza en Cúcuta, ciudad limítrofe donde la esperanza convive con el abandono. Algunos migrantes se establecen allí, pero muchos otros continúan hacia Bucaramanga, Bogotá o Medellín. También hay quienes siguen su marcha rumbo a Ecuador, Perú o Chile.

Una parte importante de la migración reciente también es de retorno: personas que intentaron llegar a Estados Unidos atravesando el Tapón del Darién —una selva inhóspita entre Colombia y Panamá— entre 2022 y 2024. Más de 700.000 lo hicieron en ese periodo. Hoy, muchos regresan por las mismas rutas, pero en dirección contraria, derrotados por la adversidad, las deportaciones o la desilusión.

Aid for Aids, una de las pocas organizaciones que aún prestan asistencia en la región, reporta que gran parte de los migrantes atendidos han migrado más de una vez. Algunos incluso fueron deportados recientemente desde Estados Unidos. “Cuando me llega un grupo familiar de cinco personas con niños que llevan tres días caminando, desgastados, sin comer, sin tomar agua, yo veo lo que tengo acá y no puedo ayudarlos como lo necesitan”, confiesa César García, uno de los encargados del albergue.

El giro de Estados Unidos y la desaparición de Usaid

A la precariedad local se suma una sacudida internacional. El regreso de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos el pasado 20 de enero ha marcado un nuevo rumbo para la política exterior norteamericana. Trump, que ya había anunciado la expulsión masiva de migrantes, ordenó además la revisión y recorte de fondos a Usaid, la agencia estadounidense de cooperación internacional.

Colombia era el país de América Latina que más recursos recibía de Usaid: alrededor de 400 millones de dólares anuales, destinados en gran parte a programas de asistencia humanitaria y atención a migrantes. Pero ahora, la disolución de la agencia y el nombramiento de Marco Rubio como su director interino —quien ya anunció el recorte del 83 % de sus programas— implican la pérdida de más de 42 mil millones de dólares a nivel mundial en ayuda internacional.

Esto representa un golpe directo a las organizaciones y albergues que dependían de ese respaldo para atender a los migrantes venezolanos.

Nuevas rutas, nuevos riesgos

Los movimientos migratorios ya no se limitan a las carreteras. Según Migración Colombia, muchos migrantes optan ahora por rutas marítimas para desplazarse. Estas travesías, que parten de puntos como Necoclí, Capurganá o Turbo, no solo son costosas, sino también peligrosas. En lo que va del año se han registrado naufragios con víctimas fatales y personas desaparecidas.

Migración Colombia advierte que el flujo inverso —aquellos que regresan desde Centroamérica o Estados Unidos— también está creciendo, tanto por aire como por mar. El país no solo debe prepararse para acoger a quienes llegan, sino también para asistir a quienes retornan, a menudo en condiciones de extrema vulnerabilidad.

Una crisis que exige respuestas

El aumento sostenido de la migración venezolana, sumado al debilitamiento de la cooperación internacional, configura una tormenta perfecta. Mientras más personas se ven obligadas a dejar su país, menos recursos hay para atenderlas. Y aunque Colombia sigue siendo un territorio de paso y destino, las condiciones para recibir a los migrantes se están debilitando gravemente.

Lo que alguna vez fueron caminos de esperanza, hoy son rutas marcadas por el desgaste físico, la incertidumbre y el abandono institucional. La migración venezolana no se detiene, pero el apoyo para quienes la enfrentan sí.

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