Los dos contratos que hoy comprometen más de US$3.600 millones revelan un patrón preocupante en el manejo del Sector Defensa bajo el gobierno de Gustavo Petro: decisiones improvisadas, opacidad contractual, priorización política por encima de la planeación y un desdén por el impacto fiscal que heredan los próximos gobiernos. Esta combinación, peligrosa en cualquier momento, resulta especialmente grave cuando Colombia enfrenta uno de los déficit más altos de su historia reciente. La compra de misiles Meteor —costosos, sofisticados y diseñados para escenarios de guerra entre Estados— expone otra contradicción del discurso oficial. Mientras el país clama por seguridad en las regiones y por capacidades para enfrentar a los grupos armados, el Ministerio de Defensa invierte millones en tecnología que, según fuentes militares, “ni siquiera sirve para combatir a los ilegales”. Resulta difícil no ver en estas decisiones una mezcla de improvisación y prioridades desalineadas del contexto nacional.
El segundo contrato, el de los helicópteros Mi-17, es aún más vergonzoso: se pagó la mitad del valor por adelantado a una empresa que apenas cumplió el 8% de lo pactado. El resultado: aeronaves vitales siguen en tierra, la tropa opera con limitaciones y el Estado debe iniciar procesos sancionatorios para recuperar lo perdido. ¿Cómo se aprobó un anticipo tan alto sin garantías suficientes? ¿Quién supervisó la ejecución? ¿Por qué nadie asumió responsabilidades políticas?
Más alarmante aún es la sensación de que el Ministerio de Defensa funciona sin controles efectivos. Cada contrato multimillonario parece una apuesta solitaria, sin coordinación interinstitucional ni evaluación seria de riesgos. No hay trazabilidad pública, no hay explicaciones técnicas, no hay claridad sobre criterios de selección. Y lo que debería ser un asunto de seguridad nacional se ha convertido en un foco de ineficiencia, errores técnicos y falta de transparencia.
El gobierno Petro prometió una transformación del modelo de defensa basado en la ética, la racionalidad del gasto y la soberanía tecnológica. Sin embargo, sus principales contratos revelan lo contrario: sobreprecios, improvisación y fallas de supervisión que minan la confianza pública. En medio del déficit fiscal y el deterioro de la seguridad, este manejo del sector no solo compromete recursos estratégicos: compromete la credibilidad del Estado.
La ciudadanía merece saber qué pasó, quién decidió, quién se benefició y quién responde. Lo que hoy está en juego no es solo el costo de dos contratos: es la capacidad de Colombia para administrar miles de millones del erario sin caer en improvisaciones, silencios y errores que debilitan la seguridad y lesionan la confianza en las instituciones.





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